Levantado para Salvar

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“Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado”. Juan 3:14. 

Luego de una importante victoria militar en Horma, el pueblo de Israel se dirigió camino del Mar Rojo rumbo a circundar el territorio de Edom. Pese a que Dios había atendido a su petición y había entregado al cananeo en sus manos las tribus marchaban cabizbajas, la aparente escasez de recursos e incluso el desprecio por el alimento que les era provisto directamente del cielo les hizo caer en el error que desde que inició su estadía en el desierto les acarreó tantas veces la reprensión divina: la murmuración. 

“¿Por qué nos hiciste subir de Egipto para que muramos en este desierto? Pues no hay pan ni agua, y nuestra alma tiene fastidio de este pan tan liviano” (Números 21:5). Aunque estas palabras aparentaban acusar a Moisés, era al mismo Jehová a quien aludían. La amonestación ante tan temeraria afrenta no se hizo esperar:  Y Jehová envió entre el pueblo serpientes ardientes, que mordían al pueblo; y murió mucho pueblo de Israel” (v.6).

Rápidamente, el pánico impregnó hasta la última tienda del campamento. A donde se mirase había personas desplomándose sin aliento por las mortíferas mordidas, otros quizás se arrastraban empleando sus últimos impulsos vitales  gimiendo e implorando desesperados por alguna ayuda que los librase de la fulminante ponzoña de las áspides, pero en vano. 

Al reconocer esta situación como una consecuencia propia de su pecado, los que no escatimaron en blasfemar contra Dios y vilipendiar a Moisés no dudaron ahora en acudir a su jefe en busca de intercesión ante el Todopoderoso. El manso líder se postró y oró fervientemente por el pueblo, apelando a que la eterna misericordia de quien les había abierto el mar ahora les librase de tan inminente peligro. 

Y Jehová dijo a Moisés: Hazte una serpiente ardiente, y ponla sobre un asta; y cualquiera que fuere mordido y mirare a ella, vivirá” (v.8).  La alternativa planteada por Dios era sumamente clara: luego de levantada la serpiente de bronce, la persona que era mordida tenía que ver y vivir ¡así de simple! No obstante, si la dureza del corazón incrédulo se anteponía a la obediencia a la palabra expresa del Creador, este sencillo precepto podía no ser suficiente, después de todo: ¿cómo podría una mirada dejar sin efecto al veneno que ya corría por el torrente sanguíneo? Esta pregunta podría haber sido formulada sin problemas por sus razonamientos carnales. 

Aun así, quienes decidieron creer en la declaración del Eterno, y al ser mordidos miraban a la refulgente serpiente colocada en lo más alto del asta, vivían. El intenso dolor de la mordedura, las parálisis respiratorias y el debilitamiento progresivo abandonaban al instante los desdichados cuerpos. Merecían morir por su insolencia, pero la benigna e infinita misericordia de Dios les dio una nueva oportunidad para vivir. 

Que el registro bíblico incluya esta particular experiencia de Israel en el desierto no es una casualidad. De hecho, al estudiar sistemáticamente las Escrituras podemos concluir, sin temor a equivocarnos, que la serpiente de bronce que Moisés levantó no era sino un rudimentario símbolo más adelante explicado en los evangelios, y que la mortandad que azotó al pueblo refleja una realidad mucho más letal y amenazadora que la mordedura de cualquier víbora, por venenosa que esta sea.

Fue la densa noche el escenario de una de las conversaciones más reveladoras de toda la historia. Nicodemo, un maestro de Israel, principal entre la secta de los fariseos, se dirigió con cierto secretismo al encuentro con Jesús, quien sin titubeos ni protocolos le habló prestamente sobre los asuntos celestiales en favor de la humanidad.  

 “De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios” (Juan 3:3), “De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios” (v.5), “El viento sopla de donde quiere, y oyes su sonido; mas ni sabes de dónde viene, ni a dónde va; así es todo aquel que es nacido del Espíritu” (v.8). Claramente, el buen maestro instruía a un atónito Nicodemo sobre la obra del Espíritu Santo que regenera corazón; sin embargo, para que esta promesa se llevase a cabo era necesario que se cumpliese también el acontecimiento que le daba garantía: “Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (v. 14-15).

Cristo, y solo Cristo, fue desde antes de la fundación del mundo la garantía de vida para la raza caída. Tal y como la muerte se introdujo en el campamento por medio de las serpientes ardientes, el pecado fue introducido en la humanidad causando la expectativa de destrucción eterna para todos sus miembros, no obstante, el amante Salvador puso su vida a disposición del linaje condenado; teniendo acceso al trono más sublime y elevado del universo decidió cambiar su gloria por el oprobio y ofrecerse voluntariamente a morir para así declarar triunfante: “Y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo” (Juan 12:32).

¡Bendito magnetismo de Jesús! Su cruenta muerte en la cruz del calvario nos ha dado vida, y al mirarle, al contemplar por la fe sus manos horadadas y sus sienes laceradas llegamos a sentir como el poder del Consolador nos atrae hacia él. Si el corazón no se resiste, procederá a ser transformado por completo, las malas pasiones serán dominadas, los sentimientos oscuros serán reemplazados y la expectativa de muerte será cambiada por garantía de vida eterna en Cristo.

Quienes hoy deseen mirar a Jesús y ser librados del agobiante veneno del pecado no quedarán defraudados. El poder que Dios tiene disponible para sus hijos a través del Salvador puede obrar milagros mucho más grandes que el que presenció Israel durante la mortandad en el desierto. Aquellos fueron librados de una muerte segura, mas ciertamente apartaron pronto sus ojos de su Sanador y cedieron más temprano que tarde a sus pasiones; empero los que  mantengan su vista día a día en Cristo gozarán de la fuerza vivificadora del Espíritu para crecer de gloria en gloria “a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo”.

“Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí”. (Gálatas 2:20) 

¿Quieres alzar tu vista hoy hacia Aquel que fue levantado para tu salvación? 

Acerca del autor

Roberto Barrios

Comunicador social y predicador del evangelio eterno. Escritor al servicio de Jesucristo. Esposo de Michele.

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Autor

Roberto Barrios

Comunicador social y predicador del evangelio eterno. Escritor al servicio de Jesucristo. Esposo de Michele.